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Apuntes y consideraciones a la novela «La Confesión del Libio» de CARLOS DE TOMÁS, por JULIÁN SANZ-PASCUAL

(Filósofo y escritor, autor entre otras muchas de “La Cuarta Dimensión”)

 

La confesión del LibioLa forma en que está escrita La confesión del Libio me ha obligado a hacer un esfuerzo especial para adaptarme a ella; sin embargo, la cuestión de fondo me ha resultado familiar, pues su argumento se puede resumir así: es una historia de perdedores, que no de los fracasados. Esto está en la mejor tradición de la novelística española, siendo los más perennes ejemplos El Quijote y El Lazarillo. Yo añadiría al mismo Cervantes, cuya vida no deja de ser la novela de un perdedor, mas no la de un fracasado. Unamuno decía que el éxito de Don Quijote consistía en fracasar siempre. Yo le corregiría diciendo que Don Quijote no fue un fracasado, sino un perdedor, lo mismo que El Libio, por no decir todos los personajes de la novela, comenzando por el escritor protagonista: Eladio Martín (Élmar).

Por el contrario, mi novela Los hijos del silencio, si el lector se fija, es la novela de los que ganaron la guerra del 36, pero a los que el triunfo emborrachó para que después perdieran la paz, lo que los convirtió en fracasados. Creo que se trata de un hecho que se puede considerar como ejemplar de la condición humana: todo el que se considera triunfador, al final se va a convertir en un fracasado por más que él mismo se ocupe de fabricarse en vida mausoleos que pretendan perpetuar su memoria. ¿No es ésta la grotesca realidad de los faraónicos enterramientos egipcios? Sin embargo, el perdedor no va a ser necesariamente un fracasado, al menos si ha sabido cultivar y conservar su dignidad de hombre, lo único que va a perdurar; y lo que es la idea básica de la novela La confesión del Libio.

Este argumento me lleva ocupando la cabeza desde hace muchos años. Mi primera novela larga la escribí el año 57, Payasos de bronce, es la historia de un luchador que acaba en el cementerio, la historia de un perdedor por tanto, pero del que pronto alguien pretende ocuparse para convertirlo en un triunfador, en un payaso de bronce, una de esas estatuas que adornan, o que ensucian, las plazas o los parques públicos sobre un pedestal de granito labrado. Por esto, la idea de hacer desaparecer la placa dedicada al Libio me parece un acierto clave de la novela. Imagínense los lectores que hubiese sido si la autoridad política, en lugar de oponerse a que se le dedique una placa en una pared pública, se hubiese adherido al homenaje, incluso le hubiese dedicado una estatua en una plaza, lo que le hubiese convertido en un payaso de bronce en torno al que se hubiesen podido acumular los más pingües beneficios. Si se quiere un buen ejemplo histórico, hay que acudir al cristianismo, a partir de un hombre que acabó tan mal sus días, muriendo en una cruz, ha acabado en los pórticos de los templos más poderosos de Occidente convertido en el Pantocrátor, sobrenombre de Júpiter que significa todo fuerza, todo poder.

Volviendo a la novela La confesión del Libio, me desorientó un poco al principio con las dos clases de capítulos, aunque pronto comprendí lo que significaba, pues se trata de dos narraciones paralelas, la del propio autor y la del Libio en palabras del autor, que acaban confluyendo al final.

Para mí el primer valor de una novela es el de la unidad, entendida ésta de acuerdo con la primera definición que nos da nuestro diccionario de la lengua: “propiedad de todo ser, en virtud de lo cual no se puede dividir sin que su esencia se destruya o altere”. Para mí se trata de la prueba de fuego de toda obra de arte, incluso de toda obra de la naturaleza, especialmente la de la vida, la del ser humano como la más genial de todas: que no se la pueda dividir sin que su esencia se destruya o altere. Una buena novela no puede ser un montón de cosas, sino una conjunción, la que tiene en cuenta las relaciones. Me refiero a la unidad de síntesis, que no hay que confundir con la de análisis, que es la que ha venido dominando nuestro saber. Por eso lo que me dijo su autor, Carlos de Tomás, con respecto a cuando escribió La confesión del Libio, que le había hecho sufrir, me parece que está explicado, pues mantener la unidad a lo largo de las 212 páginas de esa novela exige un esfuerzo muy especial. En palabras de Fichte, se podría decir que el autor comienza escribiendo como quiere, pero después ha de seguir haciéndolo como puede.     

Volviendo al tema de la unidad, la diferencia entre unidad parte, la del análisis, y la unidad conjunción, la de síntesis, constituye el fundamento de mi filosofía, y no es casual que mi tesina de final de carrera se titulase: “La unidad en la obra de arte”. Mantener en la novela de Carlos de Tomás la unidad es harto difícil precisamente por la diversidad del relato, que está en línea de lo que hoy se llama “novela coral”, con los más variados y contrapuestos personajes, así como los más diversos ambientes y situaciones. En ella se deja al margen la clásica unidad de tiempo y de lugar, también la de acción, lo que se compensa, creo yo, con la unidad de ideas, también la podíamos llamar unidad de entendimiento. En mi libro La Cuarta Dimensión, en cap. V, 2, se puede comprender lo que quiero decir: la diferencia que hay de la sensación a la percepción y al entendimiento por ideas. Por supuesto que en La confesión del Libio la unidad hay que encontrarla en las ideas, las que se pueden resumir en estas dos fundamentales: perdedor y fracasado, que parecen sinónimos, pero que en realidad se pueden convertir en antónimos. Esto es posible gracias al profundo dinamismo de que está dotado nuestro lenguaje ordinario tal como lo veo yo en mi otro libro, La escritura y la lectura. Por esto me ha impresionando tanto la carta que el Libio dejó escrita a Élmar, el autor de la novela dentro de la novela. Para mí fue como una revelación en la que todo cobraba su sentido real. La carta en su forma me ha parecido de una sencillez magistral, una sencillez que sólo se alcanza cuando se llega muy al fondo a la realidad de las cosas. En esa carta es donde el autor del libro se revela en todo su esplendor, donde culmina el drama humano, por no decir la tragedia, el “fatum” del teatro griego, en el que la grandeza del protagonista no está en vencer, lo que es imposible, sino en luchar, que es lo único que está al alcance del ser humano, lo que realmente le hace hombre.

El homenaje al Libio, cercano al final de la obra, me ha parecido un broche definitivo, una parodia, un revés de los ejemplos que se nos ofrecen a diario. El final de esta novela es de lo más angustioso y liberador al mismo tiempo, pues no sabes si echarte a reír a carcajada limpia o ponerte a llorar a moco tendido. Claro que es lo que hay, lo que se desprende del sentido realista en que está planteada la novela.

Éste breve comentario podría dar lugar a un extenso ensayo. Y para finalizar, he encontrado frases felices, nuevas para mí, como “Los libros nunca volvieron a alumbrar aquel espacio de la biblioteca”. Me ha llamado la atención la frase de la página 62: “Pienso que ha entrado en otra dimensión, como si el tiempo estuviera detenido”. No sé si se habrá dado cuenta el autor de que está pensando como Einstein, que propuso que el tiempo sea la cuarta dimensión, precisamente lo trato en mi libro La Cuarta Dimensión. ¿Habrá tenido conciencia de lo que decía o ha sido algo espontáneo? De todas las maneras es un acierto. Y me gustan frases como: “chorrear el verbo” por “hablar”, que nunca lo había oído. Se trata de una novela con unos valores de fondo poco comunes, frente a la superficialidad que hoy nos está dejando sin sustancia.